🍼🚘 “ME ENTREGARON UN BEBÉ POR LA VENTANILLA DE UN COCHE Y HUYERON: 19 AÑOS DESPUÉS DESCUBRÍ LA VERDAD QUE ME ROMPIÓ EL ALMA”
Me pasaron un bebé por la ventanilla de un coche; el hombre me lo dio y salió corriendo. Solo 19 años después supe la verdad.
«Talento…», dijo Alexey cruzando los brazos. «Necesitamos mineros, necesitamos constructores, pero escritores… ¿Qué ganará con estas historias?».
Este argumento era tan viejo como el mundo. Alexey veía a su hijo como un «hombre de verdad», preparándolo para una vida difícil. Lo llevaba de caza, le enseñaba a reparar, arreglar y construir. María, en cambio, guardaba cada hoja en la que escribía, las metía en una carpeta y las releía.
Gleb creaba historias increíbles sobre otros mundos, con ciudades voladoras, animales parlantes y personas que podían transformarse en luz. Nadie entendía de dónde sacaba tanta imaginación un chico de pueblo.
«Gleb, termina y vámonos», cedió Alexey. «Te enseñaré a leer correctamente los senderos del bosque».
Cuando su hijo se fue a su habitación, María dijo en voz baja: —No tenía muchos libros en el orfanato, pero los leí hasta que se hicieron trizas. ¿Será que se parecía a mí?
Alexey rió entre dientes, pero no dijo nada.
Amaba a su hijo con un amor severo y silencioso que no necesitaba palabras. Todos los domingos lo llevaba al taller, le daba herramientas de verdad y le enseñaba a trabajar con las manos.
Esa noche, Gleb volvió a hablar en sueños. María despertó de sus murmullos y fue a su habitación. —Lena… Lena, espera —llamó a alguien, dando vueltas en la cama sin parar.
Un nombre raro. No conocían a nadie con ese nombre, pero María ya estaba acostumbrada a esas llamadas nocturnas. Gleb llamaba a la desconocida Lena desde que tenía cinco años, y por la mañana no recordaba sus sueños.
—Hijo, te preparé unos sándwiches —María estaba preparando a Gleb para la olimpiada regional de literatura.
—Mamá, ¿por qué te comportas como un niño pequeño? —Sonrió tímidamente, pero tomó los sándwiches.
María no podía dejar de mirar a su hijo. Alto, delgado, de ojos atentos y serios. A veces notaba un extraño parecido con ella misma; no en su apariencia, sino en sus gestos, en la inclinación de la cabeza, en su costumbre de morderse el labio cuando se perdía en sus pensamientos.
—No olvides tu suéter, hará frío por la noche. —Le alisó mecánicamente el cuello de la camisa.
—María, basta. —Alexey entró en la habitación—. Ya no es un niño pequeño.
Gleb miró a su padre agradecido.
—Tengo algo para ti. —Alexey sacó un pequeño paquete de su bolsillo—. Tómalo.
Gleb desdobló el papel y se quedó paralizado: dentro había un lápiz tallado de abedul de Carelia en un estuche de cuero. Muy bonito. —Cuídalo. Y siempre piensa con la cabeza —Alexey puso la mano sobre el hombro de su hijo—. Ahora eres adulto.
Algo nuevo brilló en los ojos de Gleb: la conciencia de la importancia del momento, la responsabilidad, el orgullo. —Gracias, papá —abrazó a su padre con fuerza.
María se secó una lágrima. De repente sintió miedo: se dio cuenta de que pronto su hijo crecería del todo, se iría y la casa quedaría vacía. Ese pensamiento le oprimió el corazón.
Cuando el autobús desapareció por la esquina, llevando a Gleb a las Olimpiadas, Alexey abrazó a su esposa por los hombros.
—Ha crecido un buen chico —dijo simplemente.
—Sí —asintió María—. El nuestro.
—Mamá, tenemos una velada literaria el viernes, ¿vienes? —La voz de Gleb sonaba emocionada en el auricular del teléfono.
Dos años en el instituto regional lo habían cambiado. Su voz se volvió más grave, aparecieron nuevas expresiones, incluso su forma de hablar había cambiado un poco. —Claro que iré —se pegó María al oído, intentando no perderse ni una palabra—. Y traeré a papá, te echa de menos, aunque esté callado.
—¡Genial! —Gleb estaba encantado—. Mi cuento se publicó en la colección. Te dejé una copia.
Tras colgar, María salió al porche.
El sol primaveral calentaba, pero la tierra aún no estaba seca.
La cartero, Nina, saludó con la mano desde la verja. —¡María, tienes una carta! Sin remitente, una extraña.
El sobre estaba hecho jirones, como si hubiera viajado mucho. Dentro había una fotografía amarillenta y una hoja de papel cuadriculado, escrita con letra grande.
En la fotografía, dos mujeres —una joven y otra mayor— estaban abrazadas con el telón de fondo de una casa de madera. La joven se parecía tanto a María que se quedó sin aliento. Los mismos ojos, el mismo arco de cejas, incluso la sonrisa era suya.
Le temblaban las manos al empezar a leer:
“Hola, María. No me conoces, pero soy el marido de tu hermana Elena. Sí, tienes una hermana. O mejor dicho, la tenías. Elena falleció seis meses después de que tuvieras un hijo.
Un accidente de coche. Te perdiste a los dos años. Tus padres te buscaron, pero no te encontraron. Fallecieron sin saber nunca qué te había pasado. Pero Elena no se rindió.
Te buscó durante veinte años y finalmente te encontró. Descubrió dónde vivías, quién era tu marido. Pero cuando se disponía a ir contigo, ocurrió un accidente. Me quedé solo con nuestro hijo en brazos.
No pude, ¿entiendes? No pude ser padre. Me acobardé. Elena siempre fue más fuerte que yo. Te traje al niño porque sabía que lo entenderías. Eres su tía. La misma sangre corre por él que por ti. Perdóname. Y perdona a Elena; ella quiso venir antes, para contarte toda la verdad. Ella… No tenía tiempo. Igor.
María se dejó caer en el banco, apretándose el pecho con las manos. Le faltaba el aire. La casa, el camino, el bosque… todo daba vueltas ante sus ojos.
Gleb. Su Gleb. El hijo de su hermana. Una hermana cuya existencia ni siquiera sospechaba. Alexey la encontró allí, sentada inmóvil con una carta en las manos. Después de escuchar, se sentó.