“If I have to pay, I’ll pay,” said the father of the minor accused of shooting Miguel Uribe. This is the background he has for family and school violence
“Si tengo que pagar, pago”: El padre del menor acusado de disparar a Miguel Uribe rompe el silencio y deja al país en shock
Por: Redacción El Pulso del Sur
Bogotá, Colombia – Con voz entrecortada pero con una firmeza que nadie esperaba, el padre del menor acusado de disparar y herir gravemente al joven Miguel Uribe ha pronunciado unas palabras que han hecho eco en todo el país: “Si tengo que pagar, pago. Pero mi hijo es solo el reflejo de un sistema que nos ha fallado a todos”.
La tragedia ocurrió en una zona residencial del norte de Bogotá, donde Miguel, un joven de 19 años conocido por su liderazgo en actividades comunitarias y deportivas, fue atacado sorpresivamente. El presunto autor del disparo: un menor de tan solo 15 años, cuyo historial de violencia tanto en el hogar como en el colegio ha generado alarma y rabia colectiva. ¿Qué hay detrás de este acto desgarrador? ¿Quién falló realmente?
Un padre que no justifica, pero sí enfrenta
“No estoy aquí para justificar lo que hizo. Estoy aquí para asumir lo que me toca como papá”, dijo el hombre, visiblemente agotado, ante las cámaras de un medio nacional. Vestía una chaqueta vieja, ojeras profundas y una mirada que parecía contener años de frustración.
Contó que su hijo había sido expulsado de tres instituciones educativas por conducta agresiva. En casa, rompía puertas, tiraba objetos, e incluso golpeó a su madre una vez. “Busqué ayuda psicológica, fui al ICBF, a comisarías, a todo lo que se le pueda ocurrir, pero nadie hizo nada. Me dijeron que mientras no pasara algo grave, no podían intervenir. Pues pasó”.
Violencia sembrada desde la cuna
El caso del joven agresor no es aislado. Según cifras del ICBF, uno de cada cinco adolescentes en Colombia ha sido testigo o víctima directa de violencia intrafamiliar. En barrios donde reina la pobreza, el microtráfico y la desesperanza, los hogares se convierten en trincheras, y los colegios, en campos de batalla.
Vecinos del sector donde creció el menor aseguran que su familia “siempre tuvo problemas”. “Se escuchaban gritos todo el tiempo. El pelado se la pasaba en la calle, sin supervisión. Era fácil predecir que algo así podía pasar”, dijo una señora que pidió reservar su nombre.
El colegio, otro campo minado
Los registros escolares del menor, a los que este medio tuvo acceso de manera confidencial, revelan un patrón inquietante: insultos a docentes, peleas físicas con compañeros, amenazas verbales y, en una ocasión, intento de llevar un arma blanca al colegio.
Una exprofesora, que prefiere mantener el anonimato, reveló: “Era un niño con rabia, pero también con mucho dolor. A veces lloraba solo en el pupitre. Otras veces entraba y salía de clase como si nada le importara. Nadie supo cómo manejarlo”.
Miguel Uribe: la otra cara del espejo
Lo que más duele en esta historia es el contraste. Miguel Uribe, la víctima del ataque, es descrito como un joven noble, comprometido con su comunidad, amante del fútbol y con sueños de ser psicólogo. “Siempre decía que quería ayudar a otros jóvenes a salir del hueco”, comenta su madre, Martha Ramírez, entre lágrimas.
El día del ataque, Miguel estaba saliendo de una reunión con un grupo juvenil cuando fue interceptado. Algunos testigos dicen que el atacante lo conocía. Otros afirman que fue una agresión aleatoria, producto de una rabia sin rumbo.
La justicia de los menores en Colombia: ¿basta con pagar?
La frase del padre ha generado un fuerte debate en redes sociales. “Si tengo que pagar, pago”, dijo con resignación. ¿Pero de qué sirve “pagar” si el daño ya está hecho? ¿Alcanza la justicia cuando se trata de un menor? ¿Y qué tanto pesan los antecedentes de abandono institucional?
Según el Código de Infancia y Adolescencia colombiano, un menor de 15 años no puede recibir una pena privativa de la libertad en un centro penitenciario tradicional. Las sanciones, en la mayoría de los casos, son pedagógicas. Sin embargo, expertos en derecho juvenil coinciden en que el sistema está desbordado.
“Ni el Estado ni las familias tienen las herramientas para prevenir estos casos. Y cuando estalla la tragedia, todos se echan la culpa. Pero nadie asume responsabilidades reales”, explica la abogada Juliana Duarte, especialista en derechos del menor.
Un país que no escucha hasta que hay sangre
Este caso ha puesto sobre la mesa un tema urgente: la salud mental de los adolescentes y la falta de redes efectivas de contención. Psicólogos escolares denuncian que por cada 300 estudiantes hay un solo profesional de salud mental, y muchos trabajan por contrato, sin estabilidad ni recursos.
“Se nos va la vida llenando planillas, no atendiendo niños”, dice un orientador de un colegio público en Suba. “Y cuando uno quiere derivar un caso al sistema de salud, le dan cita para dentro de tres meses. Ya para ese momento, puede ser tarde”.
¿Y ahora qué?
Miguel sigue hospitalizado, luchando por su vida. Su familia pide justicia, pero también un cambio estructural. El padre del agresor, por su parte, solo pide que no lo juzguen a él sin antes ver el contexto.
“No soy perfecto. Cometí errores. Pero no fui indiferente. Pedí ayuda y nadie escuchó. Mi hijo falló, sí, pero también lo abandonaron antes de que disparara ese arma”, concluyó con la voz quebrada.
El caso de Miguel y su agresor nos deja una pregunta tan brutal como necesaria: ¿cuántos jóvenes más tienen que caer —como víctimas o victimarios— antes de que el país escuche los gritos que no suenan en los disparos, sino en los silencios que los preceden?